martes, 11 de septiembre de 2012

AGILIZACIÓN DE LA JUSTICIA O EL DEPORTISTA QUE NO CALIENTA

La Justicia pesa toneladas. Toneladas de papel. Eso lo sabemos todos. Las toneladas de los fardos de expedientes que, sin encontrar digno acomodo en el anaquel de un armario, se acumulan uno encima del otro esperando su estudio o, simplemente, su tramitación. Este peso, más bien sobrepeso, se pretende agilizar. La intención en sí es loable. La solución, sin embargo, no viene por donde debiera, a lo que más adelante nos referiremos, sino que se pretende que sea a través de una simplista dieta consistente en recortar garantías del justiciable, como los recursos, o en suprimir peldaños que el ciudadano ha de poder subir, en defensa de sus legítimos derechos, entre los que se encuentra el de que su causa, de reunir unos mínimos requisitos, pueda ser conocida por el Tribunal Supremo.

Esta medida del Gobierno, animada por un colectivo judicial siempre propenso a buscar los problemas fuera (todo sea por no ejercer la necesaria y sana autocrítica que, por otra parte, tan bien iría a una sociedad que, con toda justicia, cada vez les ve más devaluados en su consideración), no va a conseguir sustituir de otro modo la condena social a la que los jueces siguen abocados, si no cambian, y cambian de raíz, muchas cosas entre los togados como, por ejemplo: estudiar los casos, antes y después del juicio; escuchar a las partes y a los profesionales que colaboran con la Justicia, suprimiendo los deleznables sesgos de arrogancia y recuperando el respeto que, ahora, parece importarles una higa; velar activamente por el cumplimiento de las garantías constitucionales; puntualidad en los señalamientos, haciéndose conscientes de que todo el mundo dispone de un tiempo tan digno y valioso como el de los togados; reinstauración del silogismo jurídico, que va de las premisas a la conclusión, y no al contrario, eliminando de este modo el criticable voluntarismo del que hacen gala y, por no seguir con algo que merecería una larguísima disertación, el respeto a la función jurisdiccional, en todos sus postulados y, en particular, el de la independencia judicial.

La estrategia de agilización de la que venimos hablando, como toda estrategia que no lo es, es decir, como todo prurito vano de movimiento sin una reflexión previa, sin un calentamiento, vino hace nada precedida por la instauración de un sistema de depósitos que era necesario consignar para acceder a una cascada de recursos. Depósitos que, si bien de exiguo importe monetario, no dejan de ser una traba en la defensa de los derechos. Siendo la necesidad de recaudación el leit–motiv de aquella modificación legal, además de suponer un carácter disuasorio en un momento de crisis económica, se vendió a los ciudadanos mixtificando una vez más la realidad: exceso de recursos, falta de fundamentación de los mismos, intención dilatoria de los procedimientos por parte de los abogados, etc. En el fondo siempre quedaba el porcentaje considerable de desestimación de los mismos –el CGPJ habla de un 85%– y, por tanto, se colegía por algunas instituciones, a modo de conclusión irrefutable– claro que siguiendo una lógica no homologada– la gran profesionalidad de los jueces de este país. Exactamente el mismo argumento que ahora se esgrime para obligarnos a «confiar» en su buen hacer.

La mordaza que impide la expresión no es confianza, pero es muy fácil que encrespe los ánimos de la gente por la frustración que a buen seguro va a ocasionar.

Los bruscos movimientos de este sistema anquilosado que, como un mal deportista, quiere ponerse a punto sin un calentamiento previo, va a producir, así lo creemos, una serie de efectos contrarios a aquello que se pretende y, en definitiva, va a llevar a la Justicia a un estado de descrédito sin precedentes en un país que se dice de tantos modos discutidos y discutibles que hasta Democracia y Estado de Derecho podrían suponer pronunciamientos dignos de recurso... Si no fuera porque la agilización del sistema judicial nos va a impedir que una instancia superior revise su justeza. ____________________________________________

Publicado originalmente en "La Opinión de Málaga" el 17 de marzo de 2011

domingo, 9 de septiembre de 2012

UN LUGAR PARA EL EXILIO

No eligieron Nantes.

Nadie elige el destino.

Unas circunstancias adversas les crearon la necesidad.

La supervivencia, las más de las veces, o el legítimo deseo de realización o superación, les convencieron en su idea de abandono.

Luego, la casualidad les ubicó, finalmente, en el espacio.

Podría haber sido Nantes, como fue; pero podría haber sido cualquier otro sitio.

España está siendo despoblada por decisión de aquéllos, jóvenes licenciados y trabajadores, que no ven un futuro en su tierra, propiamente un país esquilmado por los brahmanes de la política. Los ciudadanos somos el pretexto para su pervivencia, y acaso los siervos de la gleba en un sistema cuasi feudalizado.

Vivimos paralizados por el temor que nos infunde una situación que no llegamos a comprender del todo pero de cuya solución no confiamos. Lo cierto es que apenas hay quien mueva un dedo. Y, el que lo mueve, es para irse a otros lugares, desaparecer, en busca de más prometedoras expectativas de vida. En Nantes.

Y entre los que se quedan no hay quien apriete un puño, quien golpee el tablero de una mesa, o el culo de una cacerola, al grito de “hasta aquí hemos llegado” y resuelva –sí, digo bien, resuelva- rescinda unilateralmente un contrato social tan incumplido como desnaturalizado con el tiempo a base de reprobables anexos abortados en Cámaras Legislativas o en Cancillerías de toda laya, donde medran politicastros y burócratas alejados del día a día de los ciudadanos.

¿Por qué no retomar las riendas de la situación?

¿Por qué no embridar nuestros destinos, descabalgando a estos arribistas interesados solo en sinecuras, hasta que resolvamos en darnos un modo nuevo y más participativo de conducirnos como país, abriendo con ello si es preciso- que parece serlo- un nuevo proceso constituyente?

¿A quién importa, oiga, lo que diga el Diputado del Partido X?

A mí no.

¿A quién importa, oiga, lo que diga el Diputado del Partido Y?

A mí no.

¿A quién importa, oiga, por qué y contra quién arremeta el Senador del Partido Z?

A mí no.

¿A quién de vosotros no indigna que las televisiones –y sobre todo, la pública, la que pagamos con los diezmos- le dedique un minuto de emisión a una pantomima tan estéril y patética para sus protagonistas como humillante para los que ingenuamente les han elegido, ofreciéndonos imagen y sonido de semejantes sandeces?

A nadie. O, al menos, a nadie debería importarle. Como nadie hoy debería comparecer para emitir un voto. Entonces sí que podríamos decir que un proceso electoral había contado con la participación de todo su censo. Porque no comparecer ante una urna, dígase lo que se quiera, es opinar, es votar; es también ilustrar a estos vividores a cuenta de la representación pública sobre el significado real de nuestro sistema político, privándoles del carácter de instructores del que se invisten.

Y es que la democracia, recordemos, es algo más, mucho más, que partidos políticos.

Lo que, sin embargo, sí que me importa, como ciudadano, es esta vía imparable de emigración con la que nos desangramos, esta pérdida valiosísima de capital humano, este fracaso colectivo como nación; fracaso que reprocho, con carácter principal, a nuestros gestores públicos.

He departido en fechas recientes con algunos de nuestros “fugados” en Nantes. Aprenden francés a trompicones, del mismo modo en que, en un nuevo escenario, tratan de abrirse paso en el mundo laboral. Se adaptan a su nuevo hábitat. Pero añorando el que dejaron.

Se sienten respetados, aceptados y hasta queridos; no explotados, afortunadamente. Los tiempos en que la ciudad albergó el mayor puerto negrero de Francia quedan muy lejos. Como rémora, una numerosa y localizada población de color, entre la que nos mezclamos en nuestro deambular por el barrio de Bouffay.

De estos jóvenes licenciados españoles en busca de su primer empleo, de estos trabajadores damnificados por la burbuja de sectores productivos tan poco competitivos como débiles, de estos exiliados económicos, me despedí con un fuerte abrazo en el lugar de su exilio, en Nantes, deseándoles aquí la suerte que no tuvieron en su país.