domingo, 9 de septiembre de 2012

UN LUGAR PARA EL EXILIO

No eligieron Nantes.

Nadie elige el destino.

Unas circunstancias adversas les crearon la necesidad.

La supervivencia, las más de las veces, o el legítimo deseo de realización o superación, les convencieron en su idea de abandono.

Luego, la casualidad les ubicó, finalmente, en el espacio.

Podría haber sido Nantes, como fue; pero podría haber sido cualquier otro sitio.

España está siendo despoblada por decisión de aquéllos, jóvenes licenciados y trabajadores, que no ven un futuro en su tierra, propiamente un país esquilmado por los brahmanes de la política. Los ciudadanos somos el pretexto para su pervivencia, y acaso los siervos de la gleba en un sistema cuasi feudalizado.

Vivimos paralizados por el temor que nos infunde una situación que no llegamos a comprender del todo pero de cuya solución no confiamos. Lo cierto es que apenas hay quien mueva un dedo. Y, el que lo mueve, es para irse a otros lugares, desaparecer, en busca de más prometedoras expectativas de vida. En Nantes.

Y entre los que se quedan no hay quien apriete un puño, quien golpee el tablero de una mesa, o el culo de una cacerola, al grito de “hasta aquí hemos llegado” y resuelva –sí, digo bien, resuelva- rescinda unilateralmente un contrato social tan incumplido como desnaturalizado con el tiempo a base de reprobables anexos abortados en Cámaras Legislativas o en Cancillerías de toda laya, donde medran politicastros y burócratas alejados del día a día de los ciudadanos.

¿Por qué no retomar las riendas de la situación?

¿Por qué no embridar nuestros destinos, descabalgando a estos arribistas interesados solo en sinecuras, hasta que resolvamos en darnos un modo nuevo y más participativo de conducirnos como país, abriendo con ello si es preciso- que parece serlo- un nuevo proceso constituyente?

¿A quién importa, oiga, lo que diga el Diputado del Partido X?

A mí no.

¿A quién importa, oiga, lo que diga el Diputado del Partido Y?

A mí no.

¿A quién importa, oiga, por qué y contra quién arremeta el Senador del Partido Z?

A mí no.

¿A quién de vosotros no indigna que las televisiones –y sobre todo, la pública, la que pagamos con los diezmos- le dedique un minuto de emisión a una pantomima tan estéril y patética para sus protagonistas como humillante para los que ingenuamente les han elegido, ofreciéndonos imagen y sonido de semejantes sandeces?

A nadie. O, al menos, a nadie debería importarle. Como nadie hoy debería comparecer para emitir un voto. Entonces sí que podríamos decir que un proceso electoral había contado con la participación de todo su censo. Porque no comparecer ante una urna, dígase lo que se quiera, es opinar, es votar; es también ilustrar a estos vividores a cuenta de la representación pública sobre el significado real de nuestro sistema político, privándoles del carácter de instructores del que se invisten.

Y es que la democracia, recordemos, es algo más, mucho más, que partidos políticos.

Lo que, sin embargo, sí que me importa, como ciudadano, es esta vía imparable de emigración con la que nos desangramos, esta pérdida valiosísima de capital humano, este fracaso colectivo como nación; fracaso que reprocho, con carácter principal, a nuestros gestores públicos.

He departido en fechas recientes con algunos de nuestros “fugados” en Nantes. Aprenden francés a trompicones, del mismo modo en que, en un nuevo escenario, tratan de abrirse paso en el mundo laboral. Se adaptan a su nuevo hábitat. Pero añorando el que dejaron.

Se sienten respetados, aceptados y hasta queridos; no explotados, afortunadamente. Los tiempos en que la ciudad albergó el mayor puerto negrero de Francia quedan muy lejos. Como rémora, una numerosa y localizada población de color, entre la que nos mezclamos en nuestro deambular por el barrio de Bouffay.

De estos jóvenes licenciados españoles en busca de su primer empleo, de estos trabajadores damnificados por la burbuja de sectores productivos tan poco competitivos como débiles, de estos exiliados económicos, me despedí con un fuerte abrazo en el lugar de su exilio, en Nantes, deseándoles aquí la suerte que no tuvieron en su país.

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